martes, 27 de octubre de 2009

DOS DE NOVIEMBRE



Por: Edmundo Olivares Alcalá

Para un habitante de Nueva York, París, o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. En cambio el mexicano la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, es uno de sus juguetes favoritos y por eso la festeja el Dos de Noviembre, aunque en muchas de las ocasiones les jalen los pies.

Es una festividad mexicana y de Centroamérica y se celebra también en muchas comunidades de Estados Unidos, donde existe una gran población mexicana y centroamericana. Durante la noche, en torno a la tumba del ser querido que se fue al más allá se cuentas anécdotas, y tríos o mariachis les interpretan sus canciones

La UNESCO ha declarado esta festividad como Patrimonio de la Humanidad. “El Día de los Muertos”, es un día festejado también en el Brasil.

Los orígenes de la celebración del “Día de Muertos en México” son anteriores a la llegada de los españoles. Hay registro de celebraciones en las etnias mexica, maya, purépecha, náhuatl y totonaca.

En su actitud del mexicano, hay tanto miedo como en la de otros, pero al menos no esconde a la muerte, la contempla, cara a cara, con impaciencia, desdén o ironía: ‘si me han de matar mañana, que me maten de una vez, dicen, lo mismo hombres y mujeres, y más cuando están alegres.

La noche de jolgorio, como ésta en los Campos Santos de algunos estados de la República Mexicana, entre otros, Puebla, Michoacán, Veracruz, Tlaxcala, el mismo Distrito Federal, Estado de México, es también de duelo, para recordar a los que se han ido, a los que emprendieron ese viaje sin retorno.

En el día de los difuntos las casas se adornan con altares, colocan panes que fingen ser huesos, y los mexicanos se divierten durante la noche del Primero de Noviembre para amanecer el Día Dos de Muertos, con canciones y chascarrillos ante el sepulcro de su ser querido.

Las ofrendas se revisten con la flor de cempasúchil, las calaveritas de azúcar, chocolate o amaranto; el papel picado, y olor a copal, y también se les pone las bebidas que en vida les gustaba a las personas, ahora ya muertas. Esto perpetúa una de las tradiciones ancestrales de la cultura nacional.

En los altares hay flores amarillas que representan la tierra, y moradas, que significan luto; velas, que con sus llamas simbolizan la ascensión del espíritu y guía de camino; y cirios, que son como el ánima sola.

También se colocan en los altares frutas, cañas, naranjas, tejocotes, duraznos; de platillos y bebidas, para agradar a los difuntos; del humo del incienso y del copal, que significa el paso de la vida a la muerte.

Las Islas también albergan, el primero al dos de noviembre, justo cuando las almas se despiden para regresar el próximo año. Tres escenarios: Xibalba, inframundo maya; Mictlan, o tierra de los muertos entre los aztecas, y La morada de Caronte, personaje que en la mitología griega era el encargado de guiar las sombras errantes de los fallecidos.

El Día de Muertos es una celebración mexicana de origen prehispánico que honra a los difuntos el 2 de noviembre, comienza el 1 de noviembre, y coincide con las celebraciones católicas de Día de los Fieles Difuntos y Todos los Santos.

Los rituales que celebran la vida de los ancestros se realizan en estas civilizaciones por lo menos desde hace tres mil años. En la era prehispánica era común la práctica de conservalos cráneos como trofeos y mostrarlos durante los rituales que simbolizaban la muerte y el renacimiento.

El festival que se convirtió en el Día de Muertos era conmemorado el noveno mes del calendario solar mexica, cerca del inicio de agosto, y era celebrado durante un mes completo.

Las festividades eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl, conocida como la "Dama de la Muerte", actualmente relacionada con "la Catrina", personaje de José Guadalupe Posada, y esposa de Mictlantecuhtli, señor de la tierra de los muertos.

Las festividades eran dedicadas a la celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.

Para los antiguos mexicanos, la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar.

Por el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido, y no por su comportamiento en la vida.

José Narro Robles, rector de la UNAM, en su oportunidad dijo que las frases de “El Laberinto de la Soledad”, y la figura de su autor, Octavio Paz, inspiraron el colosal conjunto de ofrendas del festival Universitario de Día de Muertos.

Ahora, cada año se monta una exposición de aproximadamente 12 mil metros cuadrados, donde hay más de 65 ofrendas y participan escuelas y facultades, así como del sistema incorporado a la UNAM , asociaciones civiles, representación sindical, y población interesada.

Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido, se alían en nuestros festejos. Como escribió el propio Paz, no hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste.

Más de dos mil 800 estudiantes, académicos y trabajadores universitarios recuerdan en sus ofrendas su figura, su obra, y cuatro de los nueve temas tratados en el innovador estudio antropológico del pensamiento e identidad popular: Máscaras mexicanas; Todos santos. Día de muertos; Los hijos de la Malinche , y La inteligencia mexicana. Además, una de las tres partes del ensayo Posdata: Olimpiada y Tlatelolco.

Para los antiguos mexicanos la muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, los malos se van al infierno y al cielo los buenos. Los rumbos destinados a las almas de los muertos están determinados por el tipo de muerte que habían tenido, y no por su comportamiento en la vida.

El Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados, los que morían por efecto de un rayo, los que morían por enfermedades como la gota o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como también los niños sacrificados al dios. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia. Aunque los muertos eran generalmente incinerados, los predestinados a Tláloc eran enterrados, como las semillas, para germinar.

El Omeyocan, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que eran sacrificados y las mujeres que morían en el parto.

Estas mujeres eran comparadas a los guerreros, ya que habían librado una gran batalla, la de parir, y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañaran al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente.

Morir en la guerra era considerada como la mejor de las muertes por los mexicas. Para ellos, a diferencia de otras culturas, dentro de la muerte había un sentimiento de esperanza, pues ella ofrecía la posibilidad de acompañar al sol en su diario nacimiento y trascender convertido en pájaro.

El Mictlán, destinado a quienes morían de muerte natural. Este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictacacíhuatl, señor y señora de la muerte. Era un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.

Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, como ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.

Por su parte, los niños muertos tenían un lugar especial, llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los niños que llegaban aquí volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba. De esta forma, de la muerte renacería la vida.

Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos: los que, en vida habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo.

Las fechas en honor de los muertos son y eran muy importantes, tanto que les dedicaban dos meses. Durante el mes llamado Tlaxochimaco, se llevaba a cabo la celebración denominada Miccailhuitontli o fiesta de los muertitos, alrededor del 16 de julio.

Esta fiesta iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado xócotl, al cual le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo. En la celebración participaban todos, y se hacían ofrendas al árbol durante veinte días.

En el décimo mes del calendario, se celebraba la Ueymicailhuitl, o fiesta de los muertos grandes. Esta celebración se llevaba a cabo alrededor del 5 de agosto, cuando decían que caía el xócotl.

Se realizaban procesiones que concluían con rondas en torno al árbol. Se acostumbraba realizar sacrificios de personas y se hacían grandes comidas. Después, ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban, vestidos con plumas preciosas y cascabeles.

Al finalizar la fiesta, los jóvenes subían al árbol para quitar la figura, se derribaba el xócotl y terminaba la celebración. En esta fiesta, la gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para recordar a sus muertos, lo que es el antecedente del actual altar de muertos.

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